VIVIENDO EN CASA AJENA

 

Victoria Rodríguez quiere compartir este artículo de Elvira Lindo publicado hace un par de semanas en El País. Disfrutadlo.

Viviendo en casa ajena

 

Desde hace meses no salgo de la vida de una familia que lo dejó casi todo por escrito: los Baroja

 

  Lo que es la vida. Jamás imaginé que me iba a pasar tanto tiempo viviendo en un piso de la barojascalle de Ruiz de Alarcón de Madrid. Desde hace meses que no salgo de ese domicilio; para ser más exacta, de la vida de los miembros ya desaparecidos de una familia que lo dejó casi todo por escrito. Los Baroja. Para los que no son de Madrid aclaro que dicha calle está frente al Retiro, en ese entramado de avenidas de pretensión parisiense en las que uno imagina cuando mira hacia arriba un universo de pisazos y casoplones en los que se diría que habitan más fantasmas que seres vivos. Dado que en ese barrio se ubican la Real Academia, los Jerónimos, el Prado y el Casón del Buen Retiro, a una le entra como una especie de solemnidad alarmada cuando pisa sus aceras porque teme encontrarse al doblar la esquina con un cura, un académico o un muerto ilustre. O las tres cosas a la vez.

 

Lo que me resulta extraordinario es que fuera precisamente por esas calles por las que paseara don Pío, el hombre de la boina, la bufanda, las zapatillas y un abrigo, que a fuerza de ponérselo tanto en interiores como a la intemperie, había acabado pareciendo una bata de estar por casa. Don Pío llegó a esa dirección tras la guerra porque no pudo hacerlo a su casa familiar de la calle de Mendizábal, que fue bombardeada, y yo llegué de la mano de Juan Benet, que en su libro Otoño en Madrid hacia 1950, cuenta con humorismo pedantesco sus visitas a la tertulia del escritor vasco. Unas tertulias abiertas a cualquiera, aunque frecuentadas por una serie de contertulios regulares, tan peculiares y disparatados, que más que una conversación literaria parecía un encuentro del viejo escritor con algunos de los personajes más característicos de su literatura.

 

Cerré el libro de Benet, pero no queriéndome marchar aún de esa casa y con la miel puesta en mis labios, me sumergí en Los Baroja, las memorias del sobrino, Julio Caro. A don Julio lo conocí en persona, porque en el programa de Radio 3 que yo presentaba le teníamos mucha ley y con cualquier excusa lo llamábamos. Me ha hecho gracia leer cómo se describe a sí mismo, como un misántropo, un huidizo, un hombre refractario al amor, como lo fue su tío, porque en mis recuerdos la visita a los estudios de Caro Baroja era siempre para nosotros una fiesta, por la manera en que su inteligencia brillaba en cualquier asunto que abordaba, por la generosidad con la que compartía su asombroso conocimiento de las costumbres y tradiciones españolas, y la valentía con la que se expresaba contra la burricie enrocada de algunas fiestas populares y la agresividad de los tiempos modernos. Siempre hay motivos para echarlo de menos. Y para sentir la necesidad que en la cultura española hay de ese tipo de seres humanos, de opinión tan insobornable como fue la suya, que jamás se dejó engatusar por la tentación de caer simpático.

 

Con el sobrino, con Julio Caro, he tenido la oportunidad de asistir a las tertulias de la calle de Ruiz de Alarcón desde otro punto de vista. El que fuera entonces el joven Julito estaba harto de tanta visita y de que la tertulia de puertas abiertas de su tío acabara atrayendo a periodistas que iban a presenciar aquello como quien va a una feria de personajes anormales, para luego dar cuenta de la visita en ligeras crónicas periodísticas que hacían recuento de las extravagancias de su tío. Pero en las memorias de Julio Caro Baroja hay eso y mucho más. Hay el paso por la República, la guerra y la posguerra de una familia que siempre se caracterizó por llevar la contraria. O por decir lo que pensaban asumiendo el riesgo de que cayera mal. No fueron de los vencedores, pero tampoco de los vencidos, aunque su irreductible personalidad familiar los convirtió en perdedores de esos sombríos capítulos de la historia de España.

 

Y nadie mejor para contar esa pérdida que la madre de don Julio, la hermana de don Pío, Carmen Baroja y Nessi, en sus Recuerdos de una mujer de la generación del 98, el libro al que di el salto tras acabar el de don Julio. Y aquí me encontré con la realidad. Tras la visión benetiana, o la de los intelectuales de la familia, he leído a Carmen, a la mujer que en pocas palabras describe cómo la guerra, que la mantuvo junto a sus hijos en su casa navarra de Itzea, convirtió sus manos de señorita que tocaba el piano y bordaba en las manos rudas de una agricultora que aprendió a criar animales para sacar a su familia del hambre y sirvió como enfermera en tiempos de guerra. Carmen es la acción, la lucha, la valentía, la generosidad, el arrojo, frente a los dos varones a los que la condescendencia materna había permitido ser simplemente espectadores y beneficiarios de la protección familiar. Carmen fue madre en el sentido más primigenio de la palabra madre: la mujer que haría lo que fuese con tal de dar de comer a sus hijos y de camino a los hombres diletantes de la familia.

 

Tras las vidas de los dos ilustres Barojas, Pío y Ricardo, se esconde la de la hermana. Su prosa es sencilla, dispersa y confusa en ocasiones, poco experta en seguir un hilo argumental, pero de ella se desprende el drama de una vida, y gracias a su narración yo he entendido mucho mejor el día a día de aquel piso de la calle de Ruiz de Alarcón.

 

 

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